El tam tam de los atabaques mientras subían la escalera los fue anunciando. Sí, llegaban los cubanos. El son, el ron, la africaneidad de unos, el sabor, los dientes blancos, sanos, de exposición, en la sonrisa de todos. Así fueron pasando, con su alegría, sus disfraces infantiles, con esa libertad que a su manera se permitían.
Cuellar dejó al Alberto que estaba medio perdido cuidando la parrilla y salió a recibirlos. Se fundió en un abrazo con Ismael, que portaba las congas, los dos eran enormes. Si felicitaron y rieron de sí mismos. El cubano se había animado, estaba disfrazado de Tribilín, de Dippy, con una careta que tenía ahora sobre la cabeza, como un sombrerito. Y bueno, lo del Ismael iba más para el lado de Disney, no era tanto lo que le hubiera debido conceder la revolución para hacerlo completamente feliz al señor de los tambores. Bah, según cómo se lo mire, tal vez era muchísimo. No huevón, en La Habana no podías disfrazarte de Dippy.
Luego se abrazó con efusividad con la Rita, impactante con su disfraz de adivina, de hechicera, de sacerdotisa, con un vestido largo, blanco, suelto y muy escotado. Turbante también blanco, con caracolas en el cuello, en la cintura y pulseras de conchillas en muñecas y tobillos, descalza la Rita. Ismael luego le fue presentando a Mara, la otra cantante del grupo, no tan alta como Rita, pero también bella, muy llamativa, con un provocativo disfraz que va de la dama antigua a la cortesana, en un curioso sincretismo, ya que la cabellera de la morocha está hilvanada por un montón de trencitas de rasta, pero bueno, el escote que luce hace que el observador más honesto deje de lado algunas contradicciones históricas.
Ovando, otro percusionista, más joven, atlético, había preferido para su negritud una expresión algo ideologizante, de esclavo libertario estaba el mozo, con un pantalón ajustado y raído, descalzo, con el torso y la espalda desnudos, grillos en los tobillos y en las muñecas, cadenas rotas, ese era su look, fuerte, agresivo, rotundo.
Luego venía el Fermín, un trompetista, con un disfraz de revolucionario mexicano, de zapatista estaba el Fermín, que no era moreno. Efrén, saxofonista, otro mulato, seducía también por el lado de México, pero más clásico, de charro. Completaba el grupo un gordo pelado y bajito, Renato, guitarrista, con un espectacular disfraz de Drácula que daba tranquilamente para una película de esas de Roger Corman, bien clase “B”. Un conde Drácula bajito, moreno, gordo y cubano no era cosa de todas las noches. La onda tenía el Renato, muy divertido era el gordo, que abría la boca como un niño, feliz con sus sangrientos colmillos, girando sus ojos desmesuradamente abiertos, en busca de su primera víctima.
Luego vinieron las presentaciones colectivas, a medida que el Vilches, la Tere, y el resto de la gente del cabaré se fue acercando. Alberto le hacía desesperados gestos al Cuellar, porque las hamburguesas ya estaban a punto. Felipe le terminó de trasmitir desde la barra la señal al peruano, que estaba por demás ocupado en elogiarle del disfraz a la Rita, para que fuera derivando a los invitados hacia la mesa, para que comenzaran a llenarse el buche.
Los cubanos fueron acomodando los instrumentos junto al tablado de las stripers, para luego cruzarse a la mesa, agasajados por la gente del cabaré, contenta de la respuesta de los hermanos latinoamericanos, quienes les devolvían el gesto, honrando la mesa con unos sanguches muy bien cargados y mejor comidos. Renato hueveaba para la foto con toda la mímica de que se iba a comer su emparedado con los dientes del Conde, para luego desistir de la comedia, apurado por la calidad de la comida casera, por la variedad de aderezos que había para acompañar las hamburguesas.
Y empezó a correr la cerveza, que con dos barriles de cincuenta litros garantía una canilla tan libre como hiciera falta. Iba tomando color la fiesta. Yañes, el Don Govanni de la música, había mandado una selección de Carlitos Santana que caía justa, como para ir dejando que la comida y la cerveza se sintetizaran lo más rápido posible, acumulando la energía que ya corría por las piernas de los cubanos, que masticaban y se movían, al compás de piernas y mandíbulas.
Alberto se había acodado en la barra, cosa que en el cabaré nunca hacía, conversando animado con la Tere, la Cleo, sin disimular su atención al escote y las piernas de esta egipcia, que nunca así se había imaginado, tan fuerte que estaba la mujer del Vilches. Le hacía caritas al viejo como para que se les sumara, levantando los cejas con picardía ante el espectáculo que la princesa de la viborita regalaba a los ojos.
Pero el Jeque no quería saber nada, ahora él era el ofendido, no, si no era tan fácil el Vilches, y se mezclaba con los cubanos, dando cuenta de su jerarquía con una vienesa más que completa, que más para comerla en un plato, por todo lo que adentro le había puesto adentro el viejo.
Tenía la boca abierta como para que le entrara el mundo dentro, de espaldas a la mesa, algo apartado de los cubanos, casi como en medio del patio, dispuesto a dar cuenta de su completo sin miradas demasiado curiosas ni de censura alguna. Mientras introducía en esa abertura el comienzo de su cena, se abrió la puerta de la habitación de la Carmen, dando paso a la dueña de casa, dispuesta a que esa noche fuera de ella en todos los sentidos posibles. Detrás, venía Aladino.
Sin exagerar, podemos decir que el Vilches comenzó a ahogarse como el peor. Y sí, el Jeque árabe lanzó pedazos de vienesa por boca y nariz y arrancó con una serie de estornudos consecutivos a medida que levantaba los brazos, sin por eso soltar el completo que sostenía firme con su mano derecha, sin atinar a soltarlo o tirarlo a la mierda, por la veranda, ya que a cada estornudo que expelía, debido a las sacudidas del cuerpo, saltaban pedazos de tomate, palta, lechuga, y demás verduras por el piso. Un asco eran las baldosas que pisaba el Jeque.
La Carmen había seguido de largo, como una luciérnaga en celo, para refugiarse en la barra entre la Cleo y Zorba, entre avergonzada y tentada de risa por la involuntaria conmoción que había provocado en el Jeque. Finalmente fue Aladino, cuándo no, quien acudió en ayuda de el viejo, primero quitándole el completo de la mano, para tirarlo como el mejor beisbolista al vacío, para luego sacarlo del centro de la atención de los cubanos que no habían advertido el pequeño incidente que había provocado tal mina de oro con el diminuto árabe, para llevárselo para el baño, para que se higienizara un poco, si es que paraba con los estornudos en algún momento.
La Carmen sacudía la cabeza, divertida, no podemos saber si se había puesto colorada de vergüenza porque el oro lo impedía, ah, las ventajas del oro. La Cleo, a su lado, no se había atrevido a dirigirle la palabra. Lo que si intuía a esta altura de los acontecimientos, casi con certeza, era que con la Carmencita así, dorada, pelada y en bolas, su maquiavélico plan para abortar la invasión de stripers al cabaré se le estaba por ir a la chucha. Y dicho y hecho.
Lo primero que se le cruzó por la cabeza al huevón del Alberto, fue mirar primero a la Carmen, a su izquierda, así como de perfil, para luego asomarse buscando a la Cleo, y tirar así, como quien no quiere la cosa, la frasecita de qué buena que estaría una coreografía con la turquita y Aladino bailando un tango así, con esas ropas, no Tere ? La Carmencita no esperó la respuesta, al tiro lo castigó con dureza, preguntándole porqué era tan pero tan huevón, si no le daba vergüenza de qué poco cosa él se había disfrazado, qué porqué no miraba cómo estaban el resto de los compañeros.
El Alberto levantó las manos al cielo, como buscando un poco de piedad, que esa mujer no estaba dispuesta a darle. Aprovechó luego, ya que la transpiración le estaba corriendo el molesto maquillaje, para pedir permiso y mandarse para el baño, a lavarse la cara y el pelo, y sacarse ese ridículo bigote postizo.
Cuando se iba se topó con el rojo oso hormiguero, que ya estaba insinuándole unos pasitos de baile a la Mara, la cortesana cubana, que muy suelta de cuerpo se largaba a bailar con ese dibujito animado comunista. Había comenzado la fiesta.
Cuellar dejó al Alberto que estaba medio perdido cuidando la parrilla y salió a recibirlos. Se fundió en un abrazo con Ismael, que portaba las congas, los dos eran enormes. Si felicitaron y rieron de sí mismos. El cubano se había animado, estaba disfrazado de Tribilín, de Dippy, con una careta que tenía ahora sobre la cabeza, como un sombrerito. Y bueno, lo del Ismael iba más para el lado de Disney, no era tanto lo que le hubiera debido conceder la revolución para hacerlo completamente feliz al señor de los tambores. Bah, según cómo se lo mire, tal vez era muchísimo. No huevón, en La Habana no podías disfrazarte de Dippy.
Luego se abrazó con efusividad con la Rita, impactante con su disfraz de adivina, de hechicera, de sacerdotisa, con un vestido largo, blanco, suelto y muy escotado. Turbante también blanco, con caracolas en el cuello, en la cintura y pulseras de conchillas en muñecas y tobillos, descalza la Rita. Ismael luego le fue presentando a Mara, la otra cantante del grupo, no tan alta como Rita, pero también bella, muy llamativa, con un provocativo disfraz que va de la dama antigua a la cortesana, en un curioso sincretismo, ya que la cabellera de la morocha está hilvanada por un montón de trencitas de rasta, pero bueno, el escote que luce hace que el observador más honesto deje de lado algunas contradicciones históricas.
Ovando, otro percusionista, más joven, atlético, había preferido para su negritud una expresión algo ideologizante, de esclavo libertario estaba el mozo, con un pantalón ajustado y raído, descalzo, con el torso y la espalda desnudos, grillos en los tobillos y en las muñecas, cadenas rotas, ese era su look, fuerte, agresivo, rotundo.
Luego venía el Fermín, un trompetista, con un disfraz de revolucionario mexicano, de zapatista estaba el Fermín, que no era moreno. Efrén, saxofonista, otro mulato, seducía también por el lado de México, pero más clásico, de charro. Completaba el grupo un gordo pelado y bajito, Renato, guitarrista, con un espectacular disfraz de Drácula que daba tranquilamente para una película de esas de Roger Corman, bien clase “B”. Un conde Drácula bajito, moreno, gordo y cubano no era cosa de todas las noches. La onda tenía el Renato, muy divertido era el gordo, que abría la boca como un niño, feliz con sus sangrientos colmillos, girando sus ojos desmesuradamente abiertos, en busca de su primera víctima.
Luego vinieron las presentaciones colectivas, a medida que el Vilches, la Tere, y el resto de la gente del cabaré se fue acercando. Alberto le hacía desesperados gestos al Cuellar, porque las hamburguesas ya estaban a punto. Felipe le terminó de trasmitir desde la barra la señal al peruano, que estaba por demás ocupado en elogiarle del disfraz a la Rita, para que fuera derivando a los invitados hacia la mesa, para que comenzaran a llenarse el buche.
Los cubanos fueron acomodando los instrumentos junto al tablado de las stripers, para luego cruzarse a la mesa, agasajados por la gente del cabaré, contenta de la respuesta de los hermanos latinoamericanos, quienes les devolvían el gesto, honrando la mesa con unos sanguches muy bien cargados y mejor comidos. Renato hueveaba para la foto con toda la mímica de que se iba a comer su emparedado con los dientes del Conde, para luego desistir de la comedia, apurado por la calidad de la comida casera, por la variedad de aderezos que había para acompañar las hamburguesas.
Y empezó a correr la cerveza, que con dos barriles de cincuenta litros garantía una canilla tan libre como hiciera falta. Iba tomando color la fiesta. Yañes, el Don Govanni de la música, había mandado una selección de Carlitos Santana que caía justa, como para ir dejando que la comida y la cerveza se sintetizaran lo más rápido posible, acumulando la energía que ya corría por las piernas de los cubanos, que masticaban y se movían, al compás de piernas y mandíbulas.
Alberto se había acodado en la barra, cosa que en el cabaré nunca hacía, conversando animado con la Tere, la Cleo, sin disimular su atención al escote y las piernas de esta egipcia, que nunca así se había imaginado, tan fuerte que estaba la mujer del Vilches. Le hacía caritas al viejo como para que se les sumara, levantando los cejas con picardía ante el espectáculo que la princesa de la viborita regalaba a los ojos.
Pero el Jeque no quería saber nada, ahora él era el ofendido, no, si no era tan fácil el Vilches, y se mezclaba con los cubanos, dando cuenta de su jerarquía con una vienesa más que completa, que más para comerla en un plato, por todo lo que adentro le había puesto adentro el viejo.
Tenía la boca abierta como para que le entrara el mundo dentro, de espaldas a la mesa, algo apartado de los cubanos, casi como en medio del patio, dispuesto a dar cuenta de su completo sin miradas demasiado curiosas ni de censura alguna. Mientras introducía en esa abertura el comienzo de su cena, se abrió la puerta de la habitación de la Carmen, dando paso a la dueña de casa, dispuesta a que esa noche fuera de ella en todos los sentidos posibles. Detrás, venía Aladino.
Sin exagerar, podemos decir que el Vilches comenzó a ahogarse como el peor. Y sí, el Jeque árabe lanzó pedazos de vienesa por boca y nariz y arrancó con una serie de estornudos consecutivos a medida que levantaba los brazos, sin por eso soltar el completo que sostenía firme con su mano derecha, sin atinar a soltarlo o tirarlo a la mierda, por la veranda, ya que a cada estornudo que expelía, debido a las sacudidas del cuerpo, saltaban pedazos de tomate, palta, lechuga, y demás verduras por el piso. Un asco eran las baldosas que pisaba el Jeque.
La Carmen había seguido de largo, como una luciérnaga en celo, para refugiarse en la barra entre la Cleo y Zorba, entre avergonzada y tentada de risa por la involuntaria conmoción que había provocado en el Jeque. Finalmente fue Aladino, cuándo no, quien acudió en ayuda de el viejo, primero quitándole el completo de la mano, para tirarlo como el mejor beisbolista al vacío, para luego sacarlo del centro de la atención de los cubanos que no habían advertido el pequeño incidente que había provocado tal mina de oro con el diminuto árabe, para llevárselo para el baño, para que se higienizara un poco, si es que paraba con los estornudos en algún momento.
La Carmen sacudía la cabeza, divertida, no podemos saber si se había puesto colorada de vergüenza porque el oro lo impedía, ah, las ventajas del oro. La Cleo, a su lado, no se había atrevido a dirigirle la palabra. Lo que si intuía a esta altura de los acontecimientos, casi con certeza, era que con la Carmencita así, dorada, pelada y en bolas, su maquiavélico plan para abortar la invasión de stripers al cabaré se le estaba por ir a la chucha. Y dicho y hecho.
Lo primero que se le cruzó por la cabeza al huevón del Alberto, fue mirar primero a la Carmen, a su izquierda, así como de perfil, para luego asomarse buscando a la Cleo, y tirar así, como quien no quiere la cosa, la frasecita de qué buena que estaría una coreografía con la turquita y Aladino bailando un tango así, con esas ropas, no Tere ? La Carmencita no esperó la respuesta, al tiro lo castigó con dureza, preguntándole porqué era tan pero tan huevón, si no le daba vergüenza de qué poco cosa él se había disfrazado, qué porqué no miraba cómo estaban el resto de los compañeros.
El Alberto levantó las manos al cielo, como buscando un poco de piedad, que esa mujer no estaba dispuesta a darle. Aprovechó luego, ya que la transpiración le estaba corriendo el molesto maquillaje, para pedir permiso y mandarse para el baño, a lavarse la cara y el pelo, y sacarse ese ridículo bigote postizo.
Cuando se iba se topó con el rojo oso hormiguero, que ya estaba insinuándole unos pasitos de baile a la Mara, la cortesana cubana, que muy suelta de cuerpo se largaba a bailar con ese dibujito animado comunista. Había comenzado la fiesta.
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