Más tarde que temprano el Vélez se había decidido y levantado el campamento. El Calle-Calle navegaba ahora por el golfo del Corcovado, para luego entrar en el canal Molaleda, rumbo a Puerto Aysén, su próximo destino.
El golfo tiene ese nombre no por nada. Ya en mar abierto, suma corrientes del norte, que llegan del Perú, con aguas calientes, las cuales se topan ahí con una helada de la Antártica, la de Humboldt, provocando tal encuentro fuertes oleajes, y con frecuencia, tormentas. Pero siempre atravesar el golfo es una experiencia bastante intensa. Se va literalmente a los corcovos.
Tanto Rearte, el capitán del lanchón, como sus tripulantes, Vélez y los guías, son gente ducha y experimentada en este tipo de travesías, para los primeros es su forma de vida, para los segundos un duro aprendizaje que superan en cada viaje.
Para los novatos, puede llegar a ser un trance bastante traumático, con el agravante del caso, cual es que el cielo nuevamente se ha cerrado, se ha puesto medio negro, descargando sobre el barquito una lluvia que barre la cubierta.
Ahí están los gringos, en la cabina del lanchón, sentados en unos bancos de madera, con los chalecos salvavidas puestos, blancos como el papel, mientras Rearte maniobra el timón cortando los olas que ahora lo toman de frente, en medio de la lluvia y del oleaje que se parte en la proa, levantando toneladas de espuma y agua que caen sobre la cubierta, sacudiendo con violencia a los kayacs que muy bien amarrados resisten.
Luz le ha tomado la mano a Luanne y se la aprieta con fuerza. Nadie habla. La Francisca está sentada entre Max y Susan. Todos medio descompuestos por la marejada que sacude al lanchón como si fuera un juguete. En el suelo está sentada la Cindy, como rezando, y también en el piso están el Pepe, la Teba, Tommy y un par más de gringos.
El resto, dado lo limitado de la cabina, están abajo, pasándola bastante peor que ellos, ya que el movimiento se siente lo mismo, o peor incluso, con el agravante que al no poder ver qué pasa, o qué no pasa, porque nadie en realidad ve nada, la sensación de opresión y de angustia es peor, sofoca. También están abajo, con el motor, Mariño y Ramón, los tripulantes. El Vélez junto a Rearte, con el radio en la mano, sin poder disimular una inquietud que lo ha tomado por completo. El capitán reparte sus sentidos entre el timón, y el radar de orientación, un poco a su derecha, en el centro del instrumental, que lo va guiando en medio de vendaval que ya está desatando toda su furia.
La que empieza a llorar primero es Susan, lo hace bajito, sin escándalo, pero llora aterrada la pecosa, llena de angustia. La Pancha la abraza mientras Max lanza una bocanada de vómito sobre sus pantalones.
Luanne abre la boca pero para preguntarle en inglés a Vélez si no pueden volverse. El no la escucha o hace que no la escucha o que no la entiende. Entonces la australiana repite la pregunta pero se dirige esta vez a la Teba, sentada en el piso a su lado. Luz también insiste con la pregunta. Luego se suma Cindy.
Ahí es cuando Vélez, pálido, desencajado, les dice que no tiene sentido, que volver es tan peligroso como seguir adelante, es más, es más peligroso, ya que la tormenta está rotando y el riesgo de girar es el de ser tomados de costado por el oleaje.
Ahora también lloran la Pancha y Cindy. Max sigue vomitando, lo hace contra la pared de la cabina. Una ola revienta medio de costado, inclinando peligrosamente al lanchón que por cierto es bien bajo. Entra con fuerza agua durante unos diez o quince segundos que tarda el Calle-Calle en enderezarse, arrancando una de las ventanas laterales de la cabina. Finalmente la barcaza se pone de frente y vuelve a capear el temporal, pero ahora el agua entra por un costado como si estuvieran en la cubierta. Luz, Luanne y la Teba están empapadas.
El Vélez, luego de intercambiar nerviosas instrucciones con Rearte acciona la radio, pidiendo información sobre la intensidad y probable tiempo de duración de la tormenta, declara su posición a la guardia costera y se declara en emergencia.
Sí, la situación es grave, con un curso normal de navegación demorarían unas cinco horas en llegar al canal, pero así, en estas condiciones, las probabilidades que este tiempo se duplique son ciertas, es más, el riesgo de no poder entrar en la zona del canal y ser arrastrados por la marejada mar afuera se duplican, y ahí, las posibilidades de que el lanchón resista, se hacen más que improbables.
El golfo tiene ese nombre no por nada. Ya en mar abierto, suma corrientes del norte, que llegan del Perú, con aguas calientes, las cuales se topan ahí con una helada de la Antártica, la de Humboldt, provocando tal encuentro fuertes oleajes, y con frecuencia, tormentas. Pero siempre atravesar el golfo es una experiencia bastante intensa. Se va literalmente a los corcovos.
Tanto Rearte, el capitán del lanchón, como sus tripulantes, Vélez y los guías, son gente ducha y experimentada en este tipo de travesías, para los primeros es su forma de vida, para los segundos un duro aprendizaje que superan en cada viaje.
Para los novatos, puede llegar a ser un trance bastante traumático, con el agravante del caso, cual es que el cielo nuevamente se ha cerrado, se ha puesto medio negro, descargando sobre el barquito una lluvia que barre la cubierta.
Ahí están los gringos, en la cabina del lanchón, sentados en unos bancos de madera, con los chalecos salvavidas puestos, blancos como el papel, mientras Rearte maniobra el timón cortando los olas que ahora lo toman de frente, en medio de la lluvia y del oleaje que se parte en la proa, levantando toneladas de espuma y agua que caen sobre la cubierta, sacudiendo con violencia a los kayacs que muy bien amarrados resisten.
Luz le ha tomado la mano a Luanne y se la aprieta con fuerza. Nadie habla. La Francisca está sentada entre Max y Susan. Todos medio descompuestos por la marejada que sacude al lanchón como si fuera un juguete. En el suelo está sentada la Cindy, como rezando, y también en el piso están el Pepe, la Teba, Tommy y un par más de gringos.
El resto, dado lo limitado de la cabina, están abajo, pasándola bastante peor que ellos, ya que el movimiento se siente lo mismo, o peor incluso, con el agravante que al no poder ver qué pasa, o qué no pasa, porque nadie en realidad ve nada, la sensación de opresión y de angustia es peor, sofoca. También están abajo, con el motor, Mariño y Ramón, los tripulantes. El Vélez junto a Rearte, con el radio en la mano, sin poder disimular una inquietud que lo ha tomado por completo. El capitán reparte sus sentidos entre el timón, y el radar de orientación, un poco a su derecha, en el centro del instrumental, que lo va guiando en medio de vendaval que ya está desatando toda su furia.
La que empieza a llorar primero es Susan, lo hace bajito, sin escándalo, pero llora aterrada la pecosa, llena de angustia. La Pancha la abraza mientras Max lanza una bocanada de vómito sobre sus pantalones.
Luanne abre la boca pero para preguntarle en inglés a Vélez si no pueden volverse. El no la escucha o hace que no la escucha o que no la entiende. Entonces la australiana repite la pregunta pero se dirige esta vez a la Teba, sentada en el piso a su lado. Luz también insiste con la pregunta. Luego se suma Cindy.
Ahí es cuando Vélez, pálido, desencajado, les dice que no tiene sentido, que volver es tan peligroso como seguir adelante, es más, es más peligroso, ya que la tormenta está rotando y el riesgo de girar es el de ser tomados de costado por el oleaje.
Ahora también lloran la Pancha y Cindy. Max sigue vomitando, lo hace contra la pared de la cabina. Una ola revienta medio de costado, inclinando peligrosamente al lanchón que por cierto es bien bajo. Entra con fuerza agua durante unos diez o quince segundos que tarda el Calle-Calle en enderezarse, arrancando una de las ventanas laterales de la cabina. Finalmente la barcaza se pone de frente y vuelve a capear el temporal, pero ahora el agua entra por un costado como si estuvieran en la cubierta. Luz, Luanne y la Teba están empapadas.
El Vélez, luego de intercambiar nerviosas instrucciones con Rearte acciona la radio, pidiendo información sobre la intensidad y probable tiempo de duración de la tormenta, declara su posición a la guardia costera y se declara en emergencia.
Sí, la situación es grave, con un curso normal de navegación demorarían unas cinco horas en llegar al canal, pero así, en estas condiciones, las probabilidades que este tiempo se duplique son ciertas, es más, el riesgo de no poder entrar en la zona del canal y ser arrastrados por la marejada mar afuera se duplican, y ahí, las posibilidades de que el lanchón resista, se hacen más que improbables.
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