Finalmente la violencia del oleaje había soltado una de las amarras que sujetaban a los kayacs. En cuestión de minutos lo mismo iba a pasar con otra, la del medio, para soltar luego a las diez canoas sobre la cubierta. Vélez estaba desesperado. Tanto por el equipo que perdería, como por potencial peligro que representaban, en caso de impactar contra la cabina.
Le pidió al Pepe y a Tommy que trajeran cuerdas de la bodega. Sí, tenía que hacerlo. Se amarró con varias vueltas la saga en la cintura, el Pepe no lo iba a dejar hacerlo solo, o iban juntos o no iba. Firme se la había plantado el compañero. Era una locura. Así se fueron. Con varios metros de cordón umbilical, desafiando la furia, avanzaban como borrachos sobre la cubierta, para intentar amarrar de nuevo ese peligro que se desataba con cada nueva ola.
Los extremos de las sogas los sostienen una Max, ya recuperado; se había vomitado el alma el gringo, junto con la Teba, la otra Ramón y Tommy. La puerta lateral izquierda de la cabina necesariamente estaba abierta.
Nadie estaba seco ya dentro del precario refugio. Helados estaban. Rearte, en el timón, hecho una estatua de sal. Blanco estaba el capitán, señal definitiva de que eso iba ya demasiado en serio.
Lo estaban logrando, habían enganchado de milagro la faja del medio, y ahora bregaban como verdaderos marinos, bajo la lluvia salada y la de arriba, atando ese cabo que se les escapaba entre las heladas manos.
En un bandazo del lanchón, Vélez pierde el equilibrio y rueda hacia la baranda, arrastrando a Max y a la Teba, quienes con los borceguíes apoyados en la pared de la cabina resisten a una fuerza que los supera varias veces. Pepe, solo, ha logrado amarrar el cabo suelto y refuerza ahora el salvataje de Vélez.
Una tremenda ola los toma de costado, desparramando ahora a Vélez y a Pepe sobre la cubierta como si fueran muñecos. Tommy y Ramón, sacudidos con violencia, rebotan en la cabina y se les escapa la soga.
Luz y Luanne, como siamesas, atinan a tomar la cuerda cuando se está yendo para afuera. Todos gritan dentro de la cabina. La Pancha y Susan abrazadas, en el suelo, están paralizadas por el miedo. Ya ni lloran. Sólo atinan a aferrarse a las patas del banco que está atornillado al piso, temblando, descompuestas.
Los esfuerzos de la australiana y la española son recompensados. Pepe se ha incorporado. Vuelve para la cabina arrastrando a Vélez, que se ha desmayado o por los nervios o porque se ha golpeado la cabeza a caerse contra la cubierta.
La fatalidad, con ese sino inevitable de lo trágico, derrumba al Pepe con Vélez dentro de la cabina, dejando a Luz y a Luanne demasiado expuestas, en el marco de la puerta, ya sin la tensión de la soga, que hecha una marina serpiente se ha enrollado entre ellas y los recién regresados. Han quedado sin apoyo, medio en el aire, sueltas. Un nuevo bandazo del lanchón las lanza afuera, con la pronunciada escora del Calle-Calle van patinando sobre el costado del barco para caer luego al mar, venciendo con el peso de sus dos cuerpos abrazados la resistencia de la baranda.
El Pepe ata su soga a la base del timón con dos seguros nudos y se lanza al mar, como un poseso. Max sostiene también la cuerda, de todas maneras, mientras la Teba arroja al agua un par de salvavidas. Rearte, con el radio en una mano y el timón en la otra insiste con la señal de emergencia, dando noticia de la caída de las mujeres al agua, al tiempo que apaga el motor de la barca.
Las olas son enormes, Pepe nada como mejor puede y sabe, desesperado al ver como sus esfuerzos son inútiles. Luz y Luanne flotan porque están con chalecos, pero lo hacen cada vez más lejos, en silencio, sin gritos, sin dejar de abrazarse.
En el horizonte, que no es para nada una línea, allá, lejos, aparece la silueta gris de una nave de guerra de la armada. Es una embarcación moderna, de buen porte, que comienza a hacerles señales con las luces de un potente reflector. Avanza a toda máquina la torpedera bajo la tormenta, una densa voluta de humo negro es la mejor señal que emite desde su chimenea.
Luz siente como la abraza la australiana, esa extraña habitante del silencio. Luanne le ha pasado un brazo por el cuello, obligándola a sacar la cabeza fuera del agua helada. Con la otra mano le acaricia la cabeza, la serena.
La sirena del navío de guerra ahora se escucha, por sobre el odio del mar, que también trae malas palabras; el mugido de ese otro monstruo marino mecánico, se impone, devolviéndole en el idioma del hombre, odio con más odio.
Luz y Luanne, extenuadas, comienzan a entregarse. No pueden ya mover las piernas, Pepe, les grita que resistan, llorando de impotencia, desesperado, al ver que no puede nadar hasta ellas porque el oleaje y la soga que lo ata se lo impiden. Los salvavidas que la Teba ha arrojado flotan a la deriva, se alejan, extrañamente rojos, sobre el agua fría y gris.
Le pidió al Pepe y a Tommy que trajeran cuerdas de la bodega. Sí, tenía que hacerlo. Se amarró con varias vueltas la saga en la cintura, el Pepe no lo iba a dejar hacerlo solo, o iban juntos o no iba. Firme se la había plantado el compañero. Era una locura. Así se fueron. Con varios metros de cordón umbilical, desafiando la furia, avanzaban como borrachos sobre la cubierta, para intentar amarrar de nuevo ese peligro que se desataba con cada nueva ola.
Los extremos de las sogas los sostienen una Max, ya recuperado; se había vomitado el alma el gringo, junto con la Teba, la otra Ramón y Tommy. La puerta lateral izquierda de la cabina necesariamente estaba abierta.
Nadie estaba seco ya dentro del precario refugio. Helados estaban. Rearte, en el timón, hecho una estatua de sal. Blanco estaba el capitán, señal definitiva de que eso iba ya demasiado en serio.
Lo estaban logrando, habían enganchado de milagro la faja del medio, y ahora bregaban como verdaderos marinos, bajo la lluvia salada y la de arriba, atando ese cabo que se les escapaba entre las heladas manos.
En un bandazo del lanchón, Vélez pierde el equilibrio y rueda hacia la baranda, arrastrando a Max y a la Teba, quienes con los borceguíes apoyados en la pared de la cabina resisten a una fuerza que los supera varias veces. Pepe, solo, ha logrado amarrar el cabo suelto y refuerza ahora el salvataje de Vélez.
Una tremenda ola los toma de costado, desparramando ahora a Vélez y a Pepe sobre la cubierta como si fueran muñecos. Tommy y Ramón, sacudidos con violencia, rebotan en la cabina y se les escapa la soga.
Luz y Luanne, como siamesas, atinan a tomar la cuerda cuando se está yendo para afuera. Todos gritan dentro de la cabina. La Pancha y Susan abrazadas, en el suelo, están paralizadas por el miedo. Ya ni lloran. Sólo atinan a aferrarse a las patas del banco que está atornillado al piso, temblando, descompuestas.
Los esfuerzos de la australiana y la española son recompensados. Pepe se ha incorporado. Vuelve para la cabina arrastrando a Vélez, que se ha desmayado o por los nervios o porque se ha golpeado la cabeza a caerse contra la cubierta.
La fatalidad, con ese sino inevitable de lo trágico, derrumba al Pepe con Vélez dentro de la cabina, dejando a Luz y a Luanne demasiado expuestas, en el marco de la puerta, ya sin la tensión de la soga, que hecha una marina serpiente se ha enrollado entre ellas y los recién regresados. Han quedado sin apoyo, medio en el aire, sueltas. Un nuevo bandazo del lanchón las lanza afuera, con la pronunciada escora del Calle-Calle van patinando sobre el costado del barco para caer luego al mar, venciendo con el peso de sus dos cuerpos abrazados la resistencia de la baranda.
El Pepe ata su soga a la base del timón con dos seguros nudos y se lanza al mar, como un poseso. Max sostiene también la cuerda, de todas maneras, mientras la Teba arroja al agua un par de salvavidas. Rearte, con el radio en una mano y el timón en la otra insiste con la señal de emergencia, dando noticia de la caída de las mujeres al agua, al tiempo que apaga el motor de la barca.
Las olas son enormes, Pepe nada como mejor puede y sabe, desesperado al ver como sus esfuerzos son inútiles. Luz y Luanne flotan porque están con chalecos, pero lo hacen cada vez más lejos, en silencio, sin gritos, sin dejar de abrazarse.
En el horizonte, que no es para nada una línea, allá, lejos, aparece la silueta gris de una nave de guerra de la armada. Es una embarcación moderna, de buen porte, que comienza a hacerles señales con las luces de un potente reflector. Avanza a toda máquina la torpedera bajo la tormenta, una densa voluta de humo negro es la mejor señal que emite desde su chimenea.
Luz siente como la abraza la australiana, esa extraña habitante del silencio. Luanne le ha pasado un brazo por el cuello, obligándola a sacar la cabeza fuera del agua helada. Con la otra mano le acaricia la cabeza, la serena.
La sirena del navío de guerra ahora se escucha, por sobre el odio del mar, que también trae malas palabras; el mugido de ese otro monstruo marino mecánico, se impone, devolviéndole en el idioma del hombre, odio con más odio.
Luz y Luanne, extenuadas, comienzan a entregarse. No pueden ya mover las piernas, Pepe, les grita que resistan, llorando de impotencia, desesperado, al ver que no puede nadar hasta ellas porque el oleaje y la soga que lo ata se lo impiden. Los salvavidas que la Teba ha arrojado flotan a la deriva, se alejan, extrañamente rojos, sobre el agua fría y gris.
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